"LA PEDIATRÍA Y YO"

16.10.2017

Aléjame de la sabiduría que no llora, la   filosofía que no ríe y la grandeza que           no se inclina ante los niños.                                                           Khalil Gibran 

                                     (1883 - 1931) Poeta, pintor, novelista y ensayista libanés.

Mientras a regañadientes hago mi última guardia en el servicio de pediatría al fin me decido a contar la razón por la cual he escrito prácticamente nada acerca de esta especialidad. A diferencia de lo que muchos creen, no, no la odio, no la odié ni un solo segundo de los que pase a su servicio, la razón es más simple que eso. No la entiendo.

Quizá ahora se pregunten, qué es lo que no entiendo, bueno, pues de eso se trata, de explicar lo inexplicable. Alguna vez hice alusión a mi aversión por los números, debido a las múltiples operaciones que tenía que poner en práctica puesto que jamás me he destacado por mi habilidad en dicha área; en otra ocasión manifesté mi falta de paciencia, la desesperación que me provocaba verme embestida por una lluvia de llantos y pataletas, así que tras múltiples intentos por intentar justificar mi falta de interés, me decanto por aseverar que sencillamente esto no es lo mío.

Tras un breve ejercicio de introspección descubro que la razón radica en la esencia de mi humanidad y la defino como "miedo", a fallar y a cualquier cosa que me considere incapaz de asimilar.

Y es que no hay nada que me genere más frustración que aquello que no está bajo mi control. Me resulta casi imposible comprender la fragilidad de estos individuos; cada que recibo a uno no puedo eludir pensar que el cauce del tiempo lo dirigirá para convertirse en uno más de nosotros, peor aún no concibo la idea de que alguna vez fui uno de ellos.

Tengo recuerdos de mi infancia, imágenes nítidas como fotografías y a pesar de ello, no logro experimentar un mínimo atisbo de la inocencia que caracterizó a aquellos años, esa capacidad de imaginar sin límites y de creer incluso en aquello que no podemos ver.

De ello se deriva mi falta de talento para hablarles de manera distinta, tomarlos de la mano, fingir, mentir o jugar.

Las soluciones, los medicamentos y las fórmulas son minuciosamente calculados, el álgebra y yo no somos mejores amigos, ellos lloran apenas les muestro el estetoscopio y entonces me doy cuenta de que es momento de solicitar ayuda de algún superhéroe o princesa para que me ayude a controlar la situación, pero justo ahora no consigo recordar sus nombres.

¿Cómo le pregunto a un niño a qué hora comenzó su dolor si aún no sabe leer la hora? ¿Y si se pone morado o verde o azul? ¿Qué hago para que se deje revisar? ¿Y si le provoco una reacción vagal? ¿Y si contesto mal una duda? ¿Y si me equivoco al dar indicaciones? ¿Y si no pido los estudios correctos? ¿Cómo convencerlos de ingerir una sustancia que ni en mi peor momento de despecho yo misma consumiría?

¿Ellos lloran porque no nos entienden o porque nosotros no los entendemos a ellos?

En todo este tiempo no he logrado averiguar en donde está el botón que aumentará 2 octavas a mi voz y la hará sonar "tierna", aún no descifro cuál es el punto de que el apósito de la venoclisis tenga ositos, ¿Acaso los ositos tienen algún poder especial que hace que duela menos?

Mi rotación en pediatría flotaba sobre un constante estrés y una serie de interrogantes que me atormentaban día tras día con el miedo de que si no ponía suficiente atención y aprendía todo lo que pudiese ahora, algún día cuando esté sola, tal como pisar el tablero flojo de un puente colgante corro el riesgo de caer al vacío porque mi margen de error se ve drásticamente reducido cuando de lidiar con criaturas que creen es Santa Claus se trata.

Quizá nadie lo notó, pero percibía con gran regocijo el final de la revisión inicial de un neonato, se me permitía vestirlo(a) y sostenerlo(a) en mis brazos por unos instantes, mostrarlo a su afligida madre que sonreía como si nada hubiese pasado, eso significaba que lo habíamos hecho bien, que habíamos logrado la primera parte de la vida y entonces él o ella abría sus diminutos ojos, me miraba fijamente y yo seguía sin entender por qué existen humanos tan pequeños, qué representa o qué representaría, pero ahí estaba, listo para salir al mundo exterior y hacer lo que hacen los niños, vivir en un mundo inefable, por el cual con justa razón sentimos envidia los que por decreto hemos sido denominados adultos.

Tuve muy buenos maestros y agradezco la infinita paciencia que me tuvieron, porque estoy segura de lo desesperante que puedo llegar a ser. Ahora más que nunca declaro mi profunda admiración por quienes orientan su vocación hacia este sector, conocen la importancia de los abatelenguas de colores, no le temen a las ciencias exactas y se aventuran a aliviar el dolor de aquellos que agradecen con sonrisas. 

Tras haber tenido la oportunidad de recorrer de nuevo este fantástico mundo no me parece que haya sido suficiente para todo lo que aún queda por aprender de estos seres inocentes de imaginación infinita y comentarios ocurrentes que día a día me recordaban un poco de todo aquello que había olvidado. 

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